domingo, 12 de julio de 2020



La abuela Carmen se sienta a tomar mate en el balcón de su departamento en Playa Varese. Se acomoda en el BKF de lona naranja y escucha la radio mientras mira con atención a la gente que pasea por la costa. Cuando algo le llama su atención, lo dice en voz alta. Llaman su atención los distintos tipos de perros que la gente pasea y si combinan con sus dueños. Dice que no todos son para cualquiera, que cada uno tiene que saber qué es lo que queda bien con uno, para no confundir a la gente. “Ese, por ejemplo, mirá lo pretencioso, alguien le tiene que avisar”. Mi madre sale a mirar y la abuela lo señala. La abuela tiene un perro llamado Pelé. Le pusieron así porque con mi abuelo eran fanáticos de Brasil, todos los veranos vacacionaban en Florianópolis y volvían ultrabonceados y elásticos. En uno de esos viajes compraron este perro, un doberman pincher, que es como un doberman pigmeo, del tamaño de una botella.
Cuando empieza a hacer un poco de frío la abuela se levanta, va a la cocina y prepara la comida de Pelé, zapallo con carne picada. Después se sirve Gancia en un vasito y vuelve al living. Al día siguiente nuestros padres se van de viaje y a la abuela le toca cuidar de nosotros (mi hermano Tomás y yo).
En esos días con Tomás miramos la televisión, jugamos tirados en la alfombra. La abuela nos muestra hojas viejas en las que practicaba caligrafía cuando era joven y nos pone unas hojas para que lo intentemos. En un portarretratos están ella y mi abuelo, cuando todavía estaba vivo, ella tiene una bikini azul de bordes blancos, no tiene nada de tetas, y un pareo le rodea la cintura. El abuelo Darío también tenía una figura espectacular y en esta foto tiene una zunga roja. Ambos brillan al sol de una playa brasilera y abajo hay un letrero con pescaditos azules que dice “Buzios”. Cuando ella me ve mirar las fotos, señala una en que aparece junto a su hermana Tati, me cuenta que Tati siempre tuvo los dientes torcidos pero que eso no le impidió conseguir novio porque era muy carismática. Compensaba.
Reviso los cajones y encuentro más fotos. Me guardo dos: en la primera, la abuela aparece al fondo del cumpleaños de Tomi, en el centro de la foto los nenes quedaron estáticos mientras corrían, y por atrás pasa ella vestida de cuero negro. Botitas, pantalón y campera. Lo único que no es de cuero parece ser el sweater. También tiene anteojos negros puestos como vincha y el pelo bastante gris atado con un gancho. La otra foto es de una fiesta de disfraces: mamá está disfrazada de varón; papá, de odalisca; mi tía, de palmera; mi primo se disfrazó de robot y la abuela Carmen, de puta. Al lado de ella está el abuelo Darío disfrazado de abuela.
Un día nos pusimos inquietos y la abuela nos sacó a pasear. Hace mucho frío, caminamos por la costa con camperas infladas. Cuando pasamos por Manolo pedimos churros pero ella dice que mejor tomamos algo en la confitería La Boston que sirven unas cosas riquísimas. Cuando llegamos, vemos que hay muchas tortas expuestas en el mostrador, algunas ya partidas y otras enteras, en esas el interior es una sorpresa. Tomi se queda embobado mirando una de tres pisos, de chocolate y crema, y pide dos porciones. La abuela se ríe y le dice al chico que las sirve: “si el nene explota no es mi culpa, lo juntan ustedes”.
Cuando volvemos al departamento, la abuela se va a bañar y Tomi me llama desde la cocina. Me dice que mire, agarra la correa del pigmeo Pelé, lo levanta y gira en su propio eje haciendo volar al perro en círculos. Cuando se detiene y afloja la correa, Pelé camina borracho. Lo hace dos veces más y cuando escuchamos que la abuela abre la puerta del baño salimos corriendo a nuestros puestos en el sillón. Ella dice que hoy no se cena, y que le parece que mamá nos sobrealimenta. Cuando nos vamos a dormir, Tomi se asoma desde arriba de la cucheta y me pregunta cuántas vueltas será necesario darle a Pelé para que se parezca a esos borrachos que no se pueden levantar.

martes, 3 de marzo de 2020

Hijos de internet



Encargué un gatito negro por internet. Estoy muy emocionada porque ya me siento lista para ser madre otra vez. Tuve un primer intento de adopción que quedó en la nada. Vi en el grupo de Facebook “gatitos encontrados” uno del que dije este es. Me comuniqué con su madre nodriza, que es el nombre que le asignan las rescatistas a las personas que se ofrecen para “transitar” al animal, es decir, estar un tiempo provisorio en lo de una madre sustituta hasta que aparezca una que lo adopte de manera definitiva.
Esta mujer me dijo que debía tener mucho cuidado porque era un gato todo blanco, o sea albino y que no podía de ninguna manera ver el sol. Le dije que yo tenía un patio y que mi gato salía todo el tiempo, mantener cerrado me parecía impracticable. Le agradecí por su tiempo y cerré la conversación. Pero al rato otra vez apareció Gladys bajo el puntito rojo titilante del chat. Me dijo que los animales se pierden, se lastiman o son pisados, que mi gato no era libre por salir al patio y que ojalá me concientizara al respecto.
Tuve miedo de que Gladys, tomada por la furia, levantara en “gatitos encontrados” una campaña en mi contra. He visto como algunos fueron expulsados producto de su mala conducta, usando como evidencia capturas de pantalla de chats con madres nodrizas.
Algunas horas después de este primer intento, me metí al grupo e hice una búsqueda rápida a ver si aparecía mi nombre ya con estigma, pero no. Entonces reanudé la búsqueda y encontré un gatito negro tembloroso que me gustó. Me comuniqué con Blanca, que me llamó por teléfono y me contó que habían sido rescatados de un lugar salvaje, que ese que yo quería era un gatito negro peludo y que su hermano era igual pero de pelo corto. Le dije que quería adoptar al peludo, y me felicitó. Cuando cortamos me mandó whatsapps con fotos: el gatito en la palma de la mano; adentro de una heladera portátil junto a sus hermanos; siendo investigado por un caniche doméstico; hecho un bollito.
Ahora estoy mirando sus fotos y esperando que se haga sábado para que llegue mi gatito de internet. El primero también fue concebido así. Me gusta pensar que viajan por la fibra óptica, habitan por un tiempo en las pantallas y después cobran forma. A partir de ahora seremos tres.

viernes, 14 de febrero de 2020

King of the seas


Bajo su techo de paja en su hamaca frente al mar, estará Hugo. Las cosas quietas, ya oscuras. Entre sueños repetirá Hugo's Place, por las dudas de que todavía ande suelto algún turista. Como un pájaro lo escuchábamos desde lo oculto: Hugo´s Place, buena comida. Bienvenidos. Una y otra y otra vez, caía su voz desde distintas direcciones como un proyectil. Desde el piso superior de la hostería donde estaban las hamacas en primera fila, de cara al mar. Ahí era difícil verlo, pero podíamos adivinar la procedencia de su canto por la curva y la cadencia del sonido. A veces solo veíamos el bulto haciendo peso en una hamaca y suponíamos que era él, ¿pensando en qué? Otras veces la voz venía desde la cocina, y atrás venía él, de lo oscuro se recortaba su figura envuelta en una remera naranja con motivo náutico: un tiburón con cara de malo sobre una tabla de surf. La estampa tenía escrito en letra gorda King of the seas.
En seguida advertimos que algunos turistas entraban y se iban, ahuyentados, que Hugo no aceptaba a cualquiera y que el criterio de admisión era completamente arbitrario y no respondía a ninguna lógica.  Cuando decidimos hospedarnos en su rancho, nos leyó todos los carteles alineados sobre una viga en el bar, en los que se explicaban las normas del lugar. Leía a una velocidad admirable y lo primero que imaginamos era que simplemente estaba cumpliendo con el protocolo dándole play una vez más a lo que repetía todo el tiempo. Pero en seguida nos dimos cuenta de que lo leído era muy diferente a lo que estaba escrito, incluso contradictorio. O bien leía y agregaba comentarios que anulaban de alguna manera los avisos. Por ejemplo, leyó que el lugar no se haría cargo de los objetos personales extraviados y que debíamos cuidar los valores de los robos frecuentes. Y sin puntos, comas ni frenos agregó Hugo´s Place 100% seguro. Nos entregó un candado para el baulcito con el que contaba la habitación, pero después comprobamos  que el baúl no tenía arandela ni ningún mecanismo para pasar un candado. Hugo nos ofreció como parte del servicio el Tour del Plancton, un tour en el que el cuerpo se pone brillante y nadarán junto a los microorganismos fosforescentes, que están siempre ahí, esperando. Las preguntas lo confundían, interrumpía su canción y ponía los ojos en el horizonte, ¿pensado en qué? O bien las ignoraba y estiraba el cuello ante el paso de los turistas, listo para arrojar su estrofa.
Cada objeto que compone el hospedaje está rotulado con una gran hache. Durante el día, los empleados apostados en hamacas, aparecían y desaparecían, distribuidos estratégicamente como los vigías de un barco de los peligros de la piratería. Uno, completamente loco, se encargaba de sacar agua del mar en grandes baldes, para llenar un tanque que se utiliza para los baños. Después, volvía a su puesto: una esquina de un banco, con un pie arriba y el otro en la arena, escupía a un costado y se limaba las uñas con una piedra de mar.
Hugo a veces se acerca y nos dice: ¿todo bien? En un castellano a medias. O nos hace signito de ojos para que no descuidemos las cosas. Cae la noche y se vuelve un lobo. Canta tango panza arriba en su hamaca, no sabemos pensando en qué. Algunas mañanas se levantaba parco y maltrataba a sus empleados, pero otro día lo vimos sentarse en la barra del bar y cantar Satisfy my soul, junto a uno de ellos, en un inglés silvestre pero rítmico, golpeteando las maderas  y balanceando en el aire como un nene los pies.
La primera noche quise saber cómo era el mecanismo para bañarse y dijo Niño, prepare la ducha pa las niñas. Apareció una mujer con dos baldes con 1 cuarto de agua y un jarrito adentro. Desde una viga Hugo acotó pa servilas, reinas.
Hugo habla del mar como si se tratara de alguien. El día que hubo viento dijo que le encantaba porque por fin el mar va a botar lo que no le interesa.
Pero recién el último día consolidamos la amistad. Nos sentamos a la mesa los tres y Hugo nos invitó un plato casero, pescado con arroz y patacones y de beber un agua de panela. Lo comimos extasiadas. Se levantó a atender turistas, mi amor, espántame las moscas. Al volver, trazó para nosotras un plano del lugar para explicarnos el regreso. Sobre el final le pedimos una foto de los tres y mientras caminábamos para posar junto a su barco Hugo me dijo suavemente: quédate aquí, quédate conmigo




viernes, 22 de noviembre de 2019

El auto





El auto brillaba en la puerta de casa. Había sido un hallazgo, una compra práctica. El día de los trámites hacía calor, en las fotos que se sacaron a la vuelta del registro están en remera y ojotas. Carla simulando manejar y sonriendo a la cámara. Carla sobre el capot. Carla y Hernán en primer plano con el auto brillando en el fondo.
Algunas semanas después de la compra, tuvieron ganas de irse a la costa. Hernán no manejaba y Carla tenía su registro hacía pocos meses. Era el primer encuentro frente a frente con la realidad de conducir una máquina cuyo mecanismo y funcionamiento les eran completamente ajenos pero que, como por arte de magia, obedecía a sus movimientos y los trasladaba. Lo que al principio parecía un juego, en la ruta se volvía una actividad seria, del mundo de un verdadero adulto. Ese encuentro con la verdad de la ruta era un riesgo que en algún momento debían correr.
 Prepararon bolsos rápidos y salieron. A las 15.43, pasando Aquasol, se desató una tormenta eléctrica. Carla puso la baliza y discutieron sobre si bajar o no la velocidad y, en caso de bajarla, de cuánto debería ser ese descenso. Hernán sostenía que demasiado lento era peligroso, pero Carla no dominaba todavía con destreza las velocidades. A 80 km por hora patinaron sobre el agua y en  un movimiento suave el auto hizo un trompo y quedó en la banquina. Superado ese miedo, emprendieron nuevamente el avance. Unos kilómetros más adelante, la lluvia se disipó pero cuando bajaron, ya en el hotel, a Carla le temblaron las rodillas hasta entrada la noche.
El auto le dio a la pareja autonomía y libertad. Pero sentó también las bases de la discordia definitiva.
El error fundacional de Hernán, como ya fue dicho, fue haber comprado un auto sin saberlo manejar. En uno de sus primeros paseos al volante, en pleno aprendizaje, Hernán notó el segundo inconveniente: el auto lo apretaba. Las piernas le tocaban el volante. Los pedales le quedaban demasiado cerca. Si alguien lo hubiera visto desde afuera manejando, además de la cabeza, los hombros y alguna parte del brazo, habría notado asomarse las puntas de las rodillas, como picos de montañas.
Mientras estos errores de cálculo eran descubiertos Carla vivía experiencias disímiles. Sus preocupaciones al principio eran de orden estético: dónde era mejor colocar los brazos, si el codo en la ventanilla, si la mano derecha suelta sin ansiedad. Ponía radio Milenio y aceleraba en la 520 dejando atrás los camiones, probando velocidades. Comía cosas que iban quedando acumuladas en los asientos: maní, sugus y bananas. Le parecía que eran detalles esenciales para la construcción de una imagen.
Pero ese juego costaba caro. Hernán era metódico y prolijo. Y Carla, más allá del juego, no podía evitar el desorden.

La alegría inicial se vio rápidamente opacada por las discusiones diarias. Que cuidado, que la luz de giro, que doblá un poquito más así, que quedaste muy lejos de la vereda, que te toca dale cruzá. Mutuamente se daban órdenes y consejos, soniditos, que terminaban en guerras de silencio. Cuando por fin estacionaban y volvían a la casa no se hablaban por algunas horas y en el interior de cada uno podía verse crecer la ira como una esponja.
El 8 de noviembre Carla volvió a verse en peligro en camino Centenario cuando salió con sus amigas a comprar un regalo. Mientras revisaban calzas y corpiños deportivos, se desató una tormenta que las demoró en el local. Estuvieron un rato atrás de la vidriera con las empleadas, mirando el río en el que se iba transformando la calle y el hilo grueso de agua que empezaba entrar por la puerta de vidrio. En una breve pausa y un arrebato corrieron hasta el auto cubriéndose las cabezas con los saquitos de hilo. Entre risas emprendieron el regreso pero a medida que avanzaron el panorama perdió gracia. Autos de alta gama perdían la batalla y sus dueños derrotados iban quedando atrás. Carla tomó decisiones rápidas, en un pozo profundo de agua pensó: “Lo logro” y se sumergió. Durante 5 minutos reinó el silencio. El error fue poner primera, parece que el escape chupó agua y empezó a toser. Carla pensó: “Estamos flotando, no llego al final”. Pero llegaron. Hasta la casa el auto hizo ruidos extraños y por momentos todo parecía indicar que se paraba en el medio del diluvio.
Ese día es recordado por Carla como el día en que se volvió experta. Las chicas la aplaudieron cuando se despejó el agua y hay una foto que lo prueba, bajo las estrellas de 7 y 32 las amigas sonriendo todavía mojadas. Carla no le contó esa hazaña a Hernán, la atesoró para ella, le agregó detalles épicos y la contó en diversas ocasiones, como prueba de valor.
En diciembre cruzaron el río con el auto en el barco, debían buscar en Colonia a una pareja de amigos que habían llegado el día anterior. En la bodega del Buquebus Hernán le explicó a Carla cómo sacar el auto y dijo “cuidado”, “cuidado”.
Ya en la ruta, la discusión cobró un tenor más grave. Pablo, el amigo, se hizo cargo de la conducción. Su estilo es el de la velocidad excesiva y las maniobras imprevistas. Pablo corría carreras absurdas contra su propia ansiedad y eso se notó apenas se hizo cargo del volante. Las chicas se tapaban los ojos al principio y después, cuando los hombres pasaron al plano verbal la discusión silenciosa de miradas, Belén dijo que estaban de vacaciones y pidió por favor que se calmaran. Lejos de destrabar el clima enrarecido, esta intervención solo sirvió para sumar a todos los conflictos, uno más.
Algo en ese viaje se rompió de manera definitiva. El rancho en La Pedrera con esa sombra sobre los 4, la sombra de hacer como que todo bien. Hubo problemas con las raciones de droga, con qué hacer o dejar de hacer. Carla y Hernán estaban aburridos, jugando el papel de pareja estable. Si hasta tenían un auto y un dia iban a tener hijos.
Durante ese viaje Carla pensó: “¿quién es este chico? ¿Por qué dijo eso?” Mientras se cocinaba el asado: “¿qué estamos haciendo?” Abajo de la ducha: “¿si sigo haciendo como que no pasa nada?” Adentro de una ola: “¿Pasa algo o no paro de pensar que algo pasa y por ahí no pasa nada?” En la fila del super: “me parece que entramos en la Zona de no Retorno”.
En un rancho en Cabo polonio se enamoraron y 8 años después, en un Rancho en La Pedrera, descubrieron que ya estaba. La llamita que intentaron conservar se puso azul, se achicó y sin ruido desapareció. El último año Carla había estado tirando ramas flacas que ya no prendieron.
Meses después de separados, ella conoció un chico con el que hablaron acerca de los ex. Él preguntó si antes de separarse por casualidad habían viajado a Uruguay porque parece ser que en Uruguay las parejas se terminan. A él le había pasado lo mismo. También a amigos y a amigos de amigos. Atando cabos dijeron: ¿qué está pasando? Es como un Triángulo de las Bermudas, como el punto de fuga, la zona de no retorno que ella vio en la fila del super.
Parece ser que es cíclico. Empieza espectacular y uno se va a Uruguay, y es a Uruguay a donde uno va a morir, como las ballenas. El auto quedó arrumbado en la calle. La última vez que Carla lo vio, pasando de casualidad por esa cuadra, tenía los vidrios rotos. Sabía por amigos que el último granizo había hecho estallar el parabrisas y que las piedras heladas que ese día cayeron habían arruinado la chapa y la pintura.

martes, 12 de noviembre de 2019


Una piedra muy antigua es esculpida y pulida con trabajo. Las piedras tienen distintos grados de dureza y tonalidades, las hay negras, fosilizadas, de restos de lava, de carbón. Mis favoritas son las porosas con musgo, esas que arman un charco entre sí donde empieza a aparecer un pequeño ecosistema: cangrejos, renacuajos y algas. La ex mujer de mi papá hacía esculturas en piedra y otros materiales, como metal y arcilla. Formas abstractas y semi mujeres agujereadas en el medio. Pero la mejor de todas, la que recuerdo hipnotizada, era una escultura de resina que a simple vista era una pelota anaranjada. Tal vez necesitaba explicación y eso la hacía especial. “Es una luna, la hice para tu papá”, y esa palabra era la llave del misterio de esa bola que ella había colgado en un rincón del living, desde las vigas del techo.
Ayer paseamos por el centro de La Plata con las chicas, no sé si éramos adolescentes o ancianas. Sol me contó que había empezado joyería y que darle forma a las cosas le estaba resultando revelador. Que pasar la lija y pulir había abierto un portal y que por momentos se mezclaba con lo erótico. Les conté sobre la luna de resina y que me daba la sensación de que había algo encerrado ahí. “Puede ser el alma de la ex”, dijo Lu.
La agarro con una lija gruesa y un serrucho. Se espolvorean los costados con la piedra que voy logrando domesticar. Quiero dejarla brillando de un lado y áspera del otro, como esas pastillas mitad ácidas y dulces. Quiero combinarla con un arreglo de plantas acuáticas en un huequito hecho especialmente. Mi tía Patricia tenía un estanque que había hecho con sus propias manos. En el estanque había puesto cuatro piedras grandes que hacían de sendero. Podías detenerte en el medio y ver las carpas anaranjadas y negras que nadaban entre las algas y los nenúfares. En vida le dio forma a una mini jungla de plantas gigantes que incluía entre sus especias rosas que subían hasta muy lejos, lavandas, gardenias y mil más cuyos nombres desconozco. Al fondo del jardín, antes del alambrado, había incluido sonido mediante un mecanismo de cañas huecas por los que pasaba el agua a lo largo de un camino. En esa parte la tierra era negra y húmeda pero había lajas por las que deslizarse.
Patricia usaba la palabra “canto rodado”. Una noche la encontramos en el barrio forcejeando con Guillermo, un alcohólico que fue por un tiempo su pareja. Después de eso, Guillermo se desvanece en mis recuerdos, debió ser que a partir de esa noche terminaron, pero era un clásico con mi mamá cuando pasábamos por Rivadavia y San Luis verlo en el bar a cualquier hora. “A ver, ¿estará Guillermo?” Y siempre estaba. No nos interesaba especialmente pero ya era una tradición para nosotras. Un día no lo vimos más y dijimos será que se murió y, efectivamente, después supimos que Guillermo había muerto.
Me pregunto si alguna vez terminaré con la limpieza total de esta pieza. El acabado perfecto. Ni siquiera sé por qué me meto en este cuarto e incansable la lustro, la miro desde diversos ángulos, achinando los ojos, la muevo para ver qué hacen las sombras. El otro día me enojé mucho y la tiré con rabia contra el suelo pero lo único que logré fue una herida de muerte en las maderas del parquet, que ya está mal desde hace rato. Levantarla me costó muchísimo.
Mi tía Susana, del lado paterno, también dejó obra. Decían que tenía oído absoluto. Me enseñó a tocar el piano, la primera canción que aprendí fue “Manuelita” y recuerdo algunas teclas blancas quemadas por colillas. En el departamento de Gascón y Santa Fé me sentaba en la mesa redonda, agarrábamos un cancionero y cantábamos tangos. No tenía ni tengo la menor idea de por qué me gustaban tanto. Yo tenía 8 años y cantábamos “Los mareados” y “Naranjo en flor”.
Mi tía había publicado horribles libros de poemas y a veces le teníamos miedo porque nadie nos explicaba con certeza qué era la bipolaridad. Imaginábamos un monstruo de dos cabezas, una personalidad que se despertaba por las noches y lo arruinaba todo. Se sabía que era genia y que a veces la iluminación va pegada a un mal mental. Hace poco Lucía me mandó una foto en la que estamos las dos colgadas de Susana en una bicicleta. Todavía lucía sus viejos dientes, chuecos y marrones. Es una foto muy linda en la que todo parece estar bien.
Picando cebolla tengo una epifanía. La agarro, la pongo a la luz. Todos estos anillos concéntricos terminan en una gotita blanca y carnosa, recubierta de capas malolientes.
Ayer moví la pieza a la terraza. Quise ver como quedaba entre las plantas y después me senté encima a descansar. Mi mamá me mandó un audio contándome que entre las piedras de la sierra había aparecido un lagarto overo, que lo alimentaron, se encariñó y en un rapto de confianza se subió al deck junto a sus reposeras. Tuvieron que subirse a la mesa y ahuyentarlo con la escoba. Una historia similar pero más peligrosa había sucedido hace 2 años, con las víboras. Parece ser que una tarde, subiendo las escaleras vieron en la entrada de la casa una yarará gruesa como dos piernas humanas. A los gritos llamaron a un vecino que debió matarla. “Estas no vienen solas, traen pareja”. Y efectivamente, unas horas después apareció el macho, más finito pero igual de diabólico, entre los yuyos cercanos. 
Sobre mi piedra pienso que hace 4 meses que no vuelvo a Mar del Plata.
Tanto Patricia como mi mamá se dedicaron a la contemplación cuando se hicieron grandes. Mamá observa pájaros y los cataloga de manera rigurosa y obsesiva. Es miembro de la Asociación argentina de aves y tiene unos binoculares que usamos para ver a los turistas en enero. No ama a los animales, solo a las pájaros y a las mariposas.
La escultura la dejé por la mitad. Quedó asomando entre la aralia y los geranios. Elegí ese hueco por los colores y porque ahora la uso como asiento, cuando salgo a fumar. No me preocupa ese destino, todo lo contrario. Cuando vienen invitados halagan la composición. Sí lo que hice fue firmarla, le puse mi nombre y la fecha, chiquito, con una Vitorinox que mi ex olvidó en un cajón y que habíamos usado para comer mangos en Morro de Sao Paulo. Después la tiré porque el filo se arruinó. Mi hermana tiene una mesa de algarrobo que debajo de la tabla tiene escrito con liquid paper “Paula, 14/6/1999” con letra rudimentaria.  Cada tanto, cuando voy a su casa, me asomo por abajo para ver si todavía está.


domingo, 29 de septiembre de 2019

Un desafío


El domingo a la noche soñé con flores gigantes, calas y otras que no sabría nombrar, de muchísima altura, cinco o tal vez diez metros. Yo iba en un auto junto a alguien que tampoco sabría definir. Enseguida descubrí que el tallo de esas flores sobrenaturales crecía enroscándose sobre sí mismo, como algunas enredaderas. Me levanté sospechando una interpretación obvia.
Pero esta semana me propuse un desafío: viviré como un hombre. Haré la prueba de tener mente varonil. Viviré desafectada, despreocupada y desinteresada de mis propias acciones. Si aplano a un mismo nivel mi pensamiento y lo compacto, tal vez logre eliminar los bordes rugosos. Mercedes ya me lo dijo: no se puede estar en 2 lugares a la vez. Y esa costumbre de estar acá pero ser también mi propia policía, ¿será un mal de nosotras? Ante los conflictos, buscaré respuestas siempre afuera y en ultimo lugar pensare en la posibilidad de mi responsabilidad. Me concentraré plenamente en mis tareas, maximizando esfuerzos. No olvidaré mis compromisos afectivos pero seré yo quien marque los tiempos del deseo. La libertad es sagrada.

Día 1 con mente de varón: fallé en todo.
Día 2: algo sentí en el nivel del relajamiento. Concentrarme poseída en la jardinería tuvo el efecto de suspender las sirenas de vigilancia.
Día 3: tuve una recaída grave y como consecuencia tomé unas 40 gotas de valeriana que surtieron efecto mientras manejaba.
Día 4: anestesiada. Cansada de luchar. Esperé un mensaje todo el día. En ese sentido, fallé otra vez. En la cama no me podía dormir por la rabia.
Día 5: Ser varón me cuesta mucho. Mi sentido del abandono no me permite descuidar a nadie. Mis niveles de atención están repartidos en demasiados planos. Como un animal de muchas cabezas. Mi sentido del compromiso es demasiado grande. Eso atenta contra mi desafío.
Día 6: Ingenua y desprevenida.
Día 7: Flaqueo, pierdo el rumbo.
Día 8: Mal no me siento.
Día 9: Es imposible
Día 10: ¿Si cambio el objetivo? Ser alguien es dificilísimo.
Día11: Abandono.
Los resultados que obtuve: un brevísimo desprendimiento, pero más que nada fracasos. Fue desde el vamos un reto absurdo. Debí haberme propuesto otra cosa, si yo había soñado con flores.
Los resultados que me hubiera gustado poder presumir: elaboré teorías difíciles para justificarme. Practiqué el desapego. No escuché lo que me decías, me distraje. Usé mi cuerpo con soltura, sin disimulo. Intenté hacer como que no pasa nada. Me sentí dueña. No pensé antes de hablar ni pesé las palabras. Pasé por alto los que consideré detalles. Me moví en el terreno de lo real. Fui pragmático y seductor. Tuve miedo pero no lo dije. Le di entidad a lo me pareció y desestimé lo que consideré menor. Por un momento me sentí intranquila, pero rápido pasé a otra cosa y desapareció. Quise ser otro y no me animé.