martes, 12 de noviembre de 2019


Una piedra muy antigua es esculpida y pulida con trabajo. Las piedras tienen distintos grados de dureza y tonalidades, las hay negras, fosilizadas, de restos de lava, de carbón. Mis favoritas son las porosas con musgo, esas que arman un charco entre sí donde empieza a aparecer un pequeño ecosistema: cangrejos, renacuajos y algas. La ex mujer de mi papá hacía esculturas en piedra y otros materiales, como metal y arcilla. Formas abstractas y semi mujeres agujereadas en el medio. Pero la mejor de todas, la que recuerdo hipnotizada, era una escultura de resina que a simple vista era una pelota anaranjada. Tal vez necesitaba explicación y eso la hacía especial. “Es una luna, la hice para tu papá”, y esa palabra era la llave del misterio de esa bola que ella había colgado en un rincón del living, desde las vigas del techo.
Ayer paseamos por el centro de La Plata con las chicas, no sé si éramos adolescentes o ancianas. Sol me contó que había empezado joyería y que darle forma a las cosas le estaba resultando revelador. Que pasar la lija y pulir había abierto un portal y que por momentos se mezclaba con lo erótico. Les conté sobre la luna de resina y que me daba la sensación de que había algo encerrado ahí. “Puede ser el alma de la ex”, dijo Lu.
La agarro con una lija gruesa y un serrucho. Se espolvorean los costados con la piedra que voy logrando domesticar. Quiero dejarla brillando de un lado y áspera del otro, como esas pastillas mitad ácidas y dulces. Quiero combinarla con un arreglo de plantas acuáticas en un huequito hecho especialmente. Mi tía Patricia tenía un estanque que había hecho con sus propias manos. En el estanque había puesto cuatro piedras grandes que hacían de sendero. Podías detenerte en el medio y ver las carpas anaranjadas y negras que nadaban entre las algas y los nenúfares. En vida le dio forma a una mini jungla de plantas gigantes que incluía entre sus especias rosas que subían hasta muy lejos, lavandas, gardenias y mil más cuyos nombres desconozco. Al fondo del jardín, antes del alambrado, había incluido sonido mediante un mecanismo de cañas huecas por los que pasaba el agua a lo largo de un camino. En esa parte la tierra era negra y húmeda pero había lajas por las que deslizarse.
Patricia usaba la palabra “canto rodado”. Una noche la encontramos en el barrio forcejeando con Guillermo, un alcohólico que fue por un tiempo su pareja. Después de eso, Guillermo se desvanece en mis recuerdos, debió ser que a partir de esa noche terminaron, pero era un clásico con mi mamá cuando pasábamos por Rivadavia y San Luis verlo en el bar a cualquier hora. “A ver, ¿estará Guillermo?” Y siempre estaba. No nos interesaba especialmente pero ya era una tradición para nosotras. Un día no lo vimos más y dijimos será que se murió y, efectivamente, después supimos que Guillermo había muerto.
Me pregunto si alguna vez terminaré con la limpieza total de esta pieza. El acabado perfecto. Ni siquiera sé por qué me meto en este cuarto e incansable la lustro, la miro desde diversos ángulos, achinando los ojos, la muevo para ver qué hacen las sombras. El otro día me enojé mucho y la tiré con rabia contra el suelo pero lo único que logré fue una herida de muerte en las maderas del parquet, que ya está mal desde hace rato. Levantarla me costó muchísimo.
Mi tía Susana, del lado paterno, también dejó obra. Decían que tenía oído absoluto. Me enseñó a tocar el piano, la primera canción que aprendí fue “Manuelita” y recuerdo algunas teclas blancas quemadas por colillas. En el departamento de Gascón y Santa Fé me sentaba en la mesa redonda, agarrábamos un cancionero y cantábamos tangos. No tenía ni tengo la menor idea de por qué me gustaban tanto. Yo tenía 8 años y cantábamos “Los mareados” y “Naranjo en flor”.
Mi tía había publicado horribles libros de poemas y a veces le teníamos miedo porque nadie nos explicaba con certeza qué era la bipolaridad. Imaginábamos un monstruo de dos cabezas, una personalidad que se despertaba por las noches y lo arruinaba todo. Se sabía que era genia y que a veces la iluminación va pegada a un mal mental. Hace poco Lucía me mandó una foto en la que estamos las dos colgadas de Susana en una bicicleta. Todavía lucía sus viejos dientes, chuecos y marrones. Es una foto muy linda en la que todo parece estar bien.
Picando cebolla tengo una epifanía. La agarro, la pongo a la luz. Todos estos anillos concéntricos terminan en una gotita blanca y carnosa, recubierta de capas malolientes.
Ayer moví la pieza a la terraza. Quise ver como quedaba entre las plantas y después me senté encima a descansar. Mi mamá me mandó un audio contándome que entre las piedras de la sierra había aparecido un lagarto overo, que lo alimentaron, se encariñó y en un rapto de confianza se subió al deck junto a sus reposeras. Tuvieron que subirse a la mesa y ahuyentarlo con la escoba. Una historia similar pero más peligrosa había sucedido hace 2 años, con las víboras. Parece ser que una tarde, subiendo las escaleras vieron en la entrada de la casa una yarará gruesa como dos piernas humanas. A los gritos llamaron a un vecino que debió matarla. “Estas no vienen solas, traen pareja”. Y efectivamente, unas horas después apareció el macho, más finito pero igual de diabólico, entre los yuyos cercanos. 
Sobre mi piedra pienso que hace 4 meses que no vuelvo a Mar del Plata.
Tanto Patricia como mi mamá se dedicaron a la contemplación cuando se hicieron grandes. Mamá observa pájaros y los cataloga de manera rigurosa y obsesiva. Es miembro de la Asociación argentina de aves y tiene unos binoculares que usamos para ver a los turistas en enero. No ama a los animales, solo a las pájaros y a las mariposas.
La escultura la dejé por la mitad. Quedó asomando entre la aralia y los geranios. Elegí ese hueco por los colores y porque ahora la uso como asiento, cuando salgo a fumar. No me preocupa ese destino, todo lo contrario. Cuando vienen invitados halagan la composición. Sí lo que hice fue firmarla, le puse mi nombre y la fecha, chiquito, con una Vitorinox que mi ex olvidó en un cajón y que habíamos usado para comer mangos en Morro de Sao Paulo. Después la tiré porque el filo se arruinó. Mi hermana tiene una mesa de algarrobo que debajo de la tabla tiene escrito con liquid paper “Paula, 14/6/1999” con letra rudimentaria.  Cada tanto, cuando voy a su casa, me asomo por abajo para ver si todavía está.


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