El auto
brillaba en la puerta de casa. Había sido un hallazgo, una compra práctica. El
día de los trámites hacía calor, en las fotos que se sacaron a la vuelta del
registro están en remera y ojotas. Carla simulando manejar y sonriendo a la
cámara. Carla sobre el capot. Carla y Hernán en primer plano con el auto
brillando en el fondo.
Algunas
semanas después de la compra, tuvieron ganas de irse a la costa. Hernán no
manejaba y Carla tenía su registro hacía pocos meses. Era el primer encuentro
frente a frente con la realidad de conducir una máquina cuyo mecanismo y
funcionamiento les eran completamente ajenos pero que, como por arte de magia,
obedecía a sus movimientos y los trasladaba. Lo que al principio parecía un
juego, en la ruta se volvía una actividad seria, del mundo de un verdadero
adulto. Ese encuentro con la verdad de la ruta era un riesgo que en algún
momento debían correr.
Prepararon bolsos rápidos y salieron. A las
15.43, pasando Aquasol, se desató una tormenta eléctrica. Carla puso la baliza
y discutieron sobre si bajar o no la velocidad y, en caso de bajarla, de cuánto
debería ser ese descenso. Hernán sostenía que demasiado lento era peligroso,
pero Carla no dominaba todavía con destreza las velocidades. A 80 km por hora
patinaron sobre el agua y en un
movimiento suave el auto hizo un trompo y quedó en la banquina. Superado ese
miedo, emprendieron nuevamente el avance. Unos kilómetros más adelante, la lluvia
se disipó pero cuando bajaron, ya en el hotel, a Carla le temblaron las
rodillas hasta entrada la noche.
El auto le
dio a la pareja autonomía y libertad. Pero sentó también las bases de la
discordia definitiva.
El error fundacional
de Hernán, como ya fue dicho, fue
haber comprado un auto sin saberlo manejar. En uno de sus primeros paseos al
volante, en pleno aprendizaje, Hernán notó el segundo inconveniente: el auto lo
apretaba. Las piernas le tocaban el volante. Los pedales le quedaban demasiado
cerca. Si alguien lo hubiera visto desde afuera manejando, además de la cabeza,
los hombros y alguna parte del brazo, habría notado asomarse las puntas de las
rodillas, como picos de montañas.
Mientras
estos errores de cálculo eran descubiertos Carla vivía experiencias disímiles. Sus
preocupaciones al principio eran de orden estético: dónde era mejor colocar los
brazos, si el codo en la ventanilla, si la mano derecha suelta sin ansiedad.
Ponía radio Milenio y aceleraba en la 520 dejando atrás los camiones, probando
velocidades. Comía cosas que iban quedando acumuladas en los asientos: maní,
sugus y bananas. Le parecía que eran detalles esenciales para la construcción
de una imagen.
Pero ese
juego costaba caro. Hernán era metódico y prolijo. Y Carla, más allá del juego,
no podía evitar el desorden.
La alegría
inicial se vio rápidamente opacada por las discusiones diarias. Que cuidado,
que la luz de giro, que doblá un poquito más así, que quedaste muy lejos de la
vereda, que te toca dale cruzá. Mutuamente se daban órdenes y consejos,
soniditos, que terminaban en guerras de silencio. Cuando por fin estacionaban y
volvían a la casa no se hablaban por algunas horas y en el interior de cada uno
podía verse crecer la ira como una esponja.
El 8 de
noviembre Carla volvió a verse en peligro en camino Centenario cuando salió con
sus amigas a comprar un regalo. Mientras revisaban calzas y corpiños
deportivos, se desató una tormenta que las demoró en el local. Estuvieron un
rato atrás de la vidriera con las empleadas, mirando el río en el que se iba
transformando la calle y el hilo grueso de agua que empezaba entrar por la
puerta de vidrio. En una breve pausa y un arrebato corrieron hasta el auto
cubriéndose las cabezas con los saquitos de hilo. Entre risas emprendieron el
regreso pero a medida que avanzaron el panorama perdió gracia. Autos de alta
gama perdían la batalla y sus dueños derrotados iban quedando atrás. Carla tomó
decisiones rápidas, en un pozo profundo de agua pensó: “Lo logro” y se
sumergió. Durante 5 minutos reinó el silencio. El error fue poner primera,
parece que el escape chupó agua y empezó a toser. Carla pensó: “Estamos
flotando, no llego al final”. Pero llegaron. Hasta la casa el auto hizo ruidos
extraños y por momentos todo parecía indicar que se paraba en el medio del
diluvio.
Ese día es
recordado por Carla como el día en que se volvió experta. Las chicas la aplaudieron
cuando se despejó el agua y hay una foto que lo prueba, bajo las estrellas de 7
y 32 las amigas sonriendo todavía mojadas. Carla no le contó esa hazaña a
Hernán, la atesoró para ella, le agregó detalles épicos y la contó en diversas
ocasiones, como prueba de valor.
En
diciembre cruzaron el río con el auto en el barco, debían buscar en Colonia a
una pareja de amigos que habían llegado el día anterior. En la bodega del Buquebus
Hernán le explicó a Carla cómo sacar el auto y dijo “cuidado”, “cuidado”.
Ya en la
ruta, la discusión cobró un tenor más grave. Pablo, el amigo, se hizo cargo de
la conducción. Su estilo es el de la velocidad excesiva y las maniobras
imprevistas. Pablo corría carreras absurdas contra su propia ansiedad y eso se
notó apenas se hizo cargo del volante. Las chicas se tapaban los ojos al
principio y después, cuando los hombres pasaron al plano verbal la discusión
silenciosa de miradas, Belén dijo que estaban de vacaciones y pidió por favor
que se calmaran. Lejos de destrabar el clima enrarecido, esta intervención solo
sirvió para sumar a todos los conflictos, uno más.
Algo en ese
viaje se rompió de manera definitiva. El rancho en La Pedrera con esa sombra
sobre los 4, la sombra de hacer como que todo bien. Hubo problemas con las
raciones de droga, con qué hacer o dejar de hacer. Carla y Hernán estaban aburridos,
jugando el papel de pareja estable. Si hasta tenían un auto y un dia iban a
tener hijos.
Durante ese
viaje Carla pensó: “¿quién es este chico? ¿Por qué dijo eso?” Mientras se
cocinaba el asado: “¿qué estamos haciendo?” Abajo de la ducha: “¿si sigo
haciendo como que no pasa nada?” Adentro de una ola: “¿Pasa algo o no paro de
pensar que algo pasa y por ahí no pasa nada?” En la fila del super: “me parece
que entramos en la Zona de no Retorno”.
En un
rancho en Cabo polonio se enamoraron y 8 años después, en un Rancho en La
Pedrera, descubrieron que ya estaba. La llamita que intentaron conservar se
puso azul, se achicó y sin ruido desapareció. El último año Carla había estado
tirando ramas flacas que ya no prendieron.
Meses
después de separados, ella conoció un chico con el que hablaron acerca de los
ex. Él preguntó si antes de separarse por casualidad habían viajado a Uruguay
porque parece ser que en Uruguay las parejas se terminan. A él le había pasado
lo mismo. También a amigos y a amigos de amigos. Atando cabos dijeron: ¿qué está
pasando? Es como un Triángulo de las Bermudas, como el punto de fuga, la zona
de no retorno que ella vio en la fila del super.
Parece ser
que es cíclico. Empieza espectacular y uno se va a Uruguay, y es a Uruguay a
donde uno va a morir, como las ballenas. El auto quedó arrumbado en la calle. La
última vez que Carla lo vio, pasando de casualidad por esa cuadra, tenía los
vidrios rotos. Sabía por amigos que el último granizo había hecho estallar el
parabrisas y que las piedras heladas que ese día cayeron habían arruinado la
chapa y la pintura.
Sin lugar a dudas, la culpa de todo la tiene el auto. Es un invento del demonio.
ResponderEliminarSaludos,
J.
Pensándolo nuevamente, la culpa de todo la tiene esa loca obligación de formar pareja constantemente y sin importar qué es lo que queremos.
ResponderEliminarSuerte,
J.