viernes, 22 de noviembre de 2019

El auto





El auto brillaba en la puerta de casa. Había sido un hallazgo, una compra práctica. El día de los trámites hacía calor, en las fotos que se sacaron a la vuelta del registro están en remera y ojotas. Carla simulando manejar y sonriendo a la cámara. Carla sobre el capot. Carla y Hernán en primer plano con el auto brillando en el fondo.
Algunas semanas después de la compra, tuvieron ganas de irse a la costa. Hernán no manejaba y Carla tenía su registro hacía pocos meses. Era el primer encuentro frente a frente con la realidad de conducir una máquina cuyo mecanismo y funcionamiento les eran completamente ajenos pero que, como por arte de magia, obedecía a sus movimientos y los trasladaba. Lo que al principio parecía un juego, en la ruta se volvía una actividad seria, del mundo de un verdadero adulto. Ese encuentro con la verdad de la ruta era un riesgo que en algún momento debían correr.
 Prepararon bolsos rápidos y salieron. A las 15.43, pasando Aquasol, se desató una tormenta eléctrica. Carla puso la baliza y discutieron sobre si bajar o no la velocidad y, en caso de bajarla, de cuánto debería ser ese descenso. Hernán sostenía que demasiado lento era peligroso, pero Carla no dominaba todavía con destreza las velocidades. A 80 km por hora patinaron sobre el agua y en  un movimiento suave el auto hizo un trompo y quedó en la banquina. Superado ese miedo, emprendieron nuevamente el avance. Unos kilómetros más adelante, la lluvia se disipó pero cuando bajaron, ya en el hotel, a Carla le temblaron las rodillas hasta entrada la noche.
El auto le dio a la pareja autonomía y libertad. Pero sentó también las bases de la discordia definitiva.
El error fundacional de Hernán, como ya fue dicho, fue haber comprado un auto sin saberlo manejar. En uno de sus primeros paseos al volante, en pleno aprendizaje, Hernán notó el segundo inconveniente: el auto lo apretaba. Las piernas le tocaban el volante. Los pedales le quedaban demasiado cerca. Si alguien lo hubiera visto desde afuera manejando, además de la cabeza, los hombros y alguna parte del brazo, habría notado asomarse las puntas de las rodillas, como picos de montañas.
Mientras estos errores de cálculo eran descubiertos Carla vivía experiencias disímiles. Sus preocupaciones al principio eran de orden estético: dónde era mejor colocar los brazos, si el codo en la ventanilla, si la mano derecha suelta sin ansiedad. Ponía radio Milenio y aceleraba en la 520 dejando atrás los camiones, probando velocidades. Comía cosas que iban quedando acumuladas en los asientos: maní, sugus y bananas. Le parecía que eran detalles esenciales para la construcción de una imagen.
Pero ese juego costaba caro. Hernán era metódico y prolijo. Y Carla, más allá del juego, no podía evitar el desorden.

La alegría inicial se vio rápidamente opacada por las discusiones diarias. Que cuidado, que la luz de giro, que doblá un poquito más así, que quedaste muy lejos de la vereda, que te toca dale cruzá. Mutuamente se daban órdenes y consejos, soniditos, que terminaban en guerras de silencio. Cuando por fin estacionaban y volvían a la casa no se hablaban por algunas horas y en el interior de cada uno podía verse crecer la ira como una esponja.
El 8 de noviembre Carla volvió a verse en peligro en camino Centenario cuando salió con sus amigas a comprar un regalo. Mientras revisaban calzas y corpiños deportivos, se desató una tormenta que las demoró en el local. Estuvieron un rato atrás de la vidriera con las empleadas, mirando el río en el que se iba transformando la calle y el hilo grueso de agua que empezaba entrar por la puerta de vidrio. En una breve pausa y un arrebato corrieron hasta el auto cubriéndose las cabezas con los saquitos de hilo. Entre risas emprendieron el regreso pero a medida que avanzaron el panorama perdió gracia. Autos de alta gama perdían la batalla y sus dueños derrotados iban quedando atrás. Carla tomó decisiones rápidas, en un pozo profundo de agua pensó: “Lo logro” y se sumergió. Durante 5 minutos reinó el silencio. El error fue poner primera, parece que el escape chupó agua y empezó a toser. Carla pensó: “Estamos flotando, no llego al final”. Pero llegaron. Hasta la casa el auto hizo ruidos extraños y por momentos todo parecía indicar que se paraba en el medio del diluvio.
Ese día es recordado por Carla como el día en que se volvió experta. Las chicas la aplaudieron cuando se despejó el agua y hay una foto que lo prueba, bajo las estrellas de 7 y 32 las amigas sonriendo todavía mojadas. Carla no le contó esa hazaña a Hernán, la atesoró para ella, le agregó detalles épicos y la contó en diversas ocasiones, como prueba de valor.
En diciembre cruzaron el río con el auto en el barco, debían buscar en Colonia a una pareja de amigos que habían llegado el día anterior. En la bodega del Buquebus Hernán le explicó a Carla cómo sacar el auto y dijo “cuidado”, “cuidado”.
Ya en la ruta, la discusión cobró un tenor más grave. Pablo, el amigo, se hizo cargo de la conducción. Su estilo es el de la velocidad excesiva y las maniobras imprevistas. Pablo corría carreras absurdas contra su propia ansiedad y eso se notó apenas se hizo cargo del volante. Las chicas se tapaban los ojos al principio y después, cuando los hombres pasaron al plano verbal la discusión silenciosa de miradas, Belén dijo que estaban de vacaciones y pidió por favor que se calmaran. Lejos de destrabar el clima enrarecido, esta intervención solo sirvió para sumar a todos los conflictos, uno más.
Algo en ese viaje se rompió de manera definitiva. El rancho en La Pedrera con esa sombra sobre los 4, la sombra de hacer como que todo bien. Hubo problemas con las raciones de droga, con qué hacer o dejar de hacer. Carla y Hernán estaban aburridos, jugando el papel de pareja estable. Si hasta tenían un auto y un dia iban a tener hijos.
Durante ese viaje Carla pensó: “¿quién es este chico? ¿Por qué dijo eso?” Mientras se cocinaba el asado: “¿qué estamos haciendo?” Abajo de la ducha: “¿si sigo haciendo como que no pasa nada?” Adentro de una ola: “¿Pasa algo o no paro de pensar que algo pasa y por ahí no pasa nada?” En la fila del super: “me parece que entramos en la Zona de no Retorno”.
En un rancho en Cabo polonio se enamoraron y 8 años después, en un Rancho en La Pedrera, descubrieron que ya estaba. La llamita que intentaron conservar se puso azul, se achicó y sin ruido desapareció. El último año Carla había estado tirando ramas flacas que ya no prendieron.
Meses después de separados, ella conoció un chico con el que hablaron acerca de los ex. Él preguntó si antes de separarse por casualidad habían viajado a Uruguay porque parece ser que en Uruguay las parejas se terminan. A él le había pasado lo mismo. También a amigos y a amigos de amigos. Atando cabos dijeron: ¿qué está pasando? Es como un Triángulo de las Bermudas, como el punto de fuga, la zona de no retorno que ella vio en la fila del super.
Parece ser que es cíclico. Empieza espectacular y uno se va a Uruguay, y es a Uruguay a donde uno va a morir, como las ballenas. El auto quedó arrumbado en la calle. La última vez que Carla lo vio, pasando de casualidad por esa cuadra, tenía los vidrios rotos. Sabía por amigos que el último granizo había hecho estallar el parabrisas y que las piedras heladas que ese día cayeron habían arruinado la chapa y la pintura.

martes, 12 de noviembre de 2019


Una piedra muy antigua es esculpida y pulida con trabajo. Las piedras tienen distintos grados de dureza y tonalidades, las hay negras, fosilizadas, de restos de lava, de carbón. Mis favoritas son las porosas con musgo, esas que arman un charco entre sí donde empieza a aparecer un pequeño ecosistema: cangrejos, renacuajos y algas. La ex mujer de mi papá hacía esculturas en piedra y otros materiales, como metal y arcilla. Formas abstractas y semi mujeres agujereadas en el medio. Pero la mejor de todas, la que recuerdo hipnotizada, era una escultura de resina que a simple vista era una pelota anaranjada. Tal vez necesitaba explicación y eso la hacía especial. “Es una luna, la hice para tu papá”, y esa palabra era la llave del misterio de esa bola que ella había colgado en un rincón del living, desde las vigas del techo.
Ayer paseamos por el centro de La Plata con las chicas, no sé si éramos adolescentes o ancianas. Sol me contó que había empezado joyería y que darle forma a las cosas le estaba resultando revelador. Que pasar la lija y pulir había abierto un portal y que por momentos se mezclaba con lo erótico. Les conté sobre la luna de resina y que me daba la sensación de que había algo encerrado ahí. “Puede ser el alma de la ex”, dijo Lu.
La agarro con una lija gruesa y un serrucho. Se espolvorean los costados con la piedra que voy logrando domesticar. Quiero dejarla brillando de un lado y áspera del otro, como esas pastillas mitad ácidas y dulces. Quiero combinarla con un arreglo de plantas acuáticas en un huequito hecho especialmente. Mi tía Patricia tenía un estanque que había hecho con sus propias manos. En el estanque había puesto cuatro piedras grandes que hacían de sendero. Podías detenerte en el medio y ver las carpas anaranjadas y negras que nadaban entre las algas y los nenúfares. En vida le dio forma a una mini jungla de plantas gigantes que incluía entre sus especias rosas que subían hasta muy lejos, lavandas, gardenias y mil más cuyos nombres desconozco. Al fondo del jardín, antes del alambrado, había incluido sonido mediante un mecanismo de cañas huecas por los que pasaba el agua a lo largo de un camino. En esa parte la tierra era negra y húmeda pero había lajas por las que deslizarse.
Patricia usaba la palabra “canto rodado”. Una noche la encontramos en el barrio forcejeando con Guillermo, un alcohólico que fue por un tiempo su pareja. Después de eso, Guillermo se desvanece en mis recuerdos, debió ser que a partir de esa noche terminaron, pero era un clásico con mi mamá cuando pasábamos por Rivadavia y San Luis verlo en el bar a cualquier hora. “A ver, ¿estará Guillermo?” Y siempre estaba. No nos interesaba especialmente pero ya era una tradición para nosotras. Un día no lo vimos más y dijimos será que se murió y, efectivamente, después supimos que Guillermo había muerto.
Me pregunto si alguna vez terminaré con la limpieza total de esta pieza. El acabado perfecto. Ni siquiera sé por qué me meto en este cuarto e incansable la lustro, la miro desde diversos ángulos, achinando los ojos, la muevo para ver qué hacen las sombras. El otro día me enojé mucho y la tiré con rabia contra el suelo pero lo único que logré fue una herida de muerte en las maderas del parquet, que ya está mal desde hace rato. Levantarla me costó muchísimo.
Mi tía Susana, del lado paterno, también dejó obra. Decían que tenía oído absoluto. Me enseñó a tocar el piano, la primera canción que aprendí fue “Manuelita” y recuerdo algunas teclas blancas quemadas por colillas. En el departamento de Gascón y Santa Fé me sentaba en la mesa redonda, agarrábamos un cancionero y cantábamos tangos. No tenía ni tengo la menor idea de por qué me gustaban tanto. Yo tenía 8 años y cantábamos “Los mareados” y “Naranjo en flor”.
Mi tía había publicado horribles libros de poemas y a veces le teníamos miedo porque nadie nos explicaba con certeza qué era la bipolaridad. Imaginábamos un monstruo de dos cabezas, una personalidad que se despertaba por las noches y lo arruinaba todo. Se sabía que era genia y que a veces la iluminación va pegada a un mal mental. Hace poco Lucía me mandó una foto en la que estamos las dos colgadas de Susana en una bicicleta. Todavía lucía sus viejos dientes, chuecos y marrones. Es una foto muy linda en la que todo parece estar bien.
Picando cebolla tengo una epifanía. La agarro, la pongo a la luz. Todos estos anillos concéntricos terminan en una gotita blanca y carnosa, recubierta de capas malolientes.
Ayer moví la pieza a la terraza. Quise ver como quedaba entre las plantas y después me senté encima a descansar. Mi mamá me mandó un audio contándome que entre las piedras de la sierra había aparecido un lagarto overo, que lo alimentaron, se encariñó y en un rapto de confianza se subió al deck junto a sus reposeras. Tuvieron que subirse a la mesa y ahuyentarlo con la escoba. Una historia similar pero más peligrosa había sucedido hace 2 años, con las víboras. Parece ser que una tarde, subiendo las escaleras vieron en la entrada de la casa una yarará gruesa como dos piernas humanas. A los gritos llamaron a un vecino que debió matarla. “Estas no vienen solas, traen pareja”. Y efectivamente, unas horas después apareció el macho, más finito pero igual de diabólico, entre los yuyos cercanos. 
Sobre mi piedra pienso que hace 4 meses que no vuelvo a Mar del Plata.
Tanto Patricia como mi mamá se dedicaron a la contemplación cuando se hicieron grandes. Mamá observa pájaros y los cataloga de manera rigurosa y obsesiva. Es miembro de la Asociación argentina de aves y tiene unos binoculares que usamos para ver a los turistas en enero. No ama a los animales, solo a las pájaros y a las mariposas.
La escultura la dejé por la mitad. Quedó asomando entre la aralia y los geranios. Elegí ese hueco por los colores y porque ahora la uso como asiento, cuando salgo a fumar. No me preocupa ese destino, todo lo contrario. Cuando vienen invitados halagan la composición. Sí lo que hice fue firmarla, le puse mi nombre y la fecha, chiquito, con una Vitorinox que mi ex olvidó en un cajón y que habíamos usado para comer mangos en Morro de Sao Paulo. Después la tiré porque el filo se arruinó. Mi hermana tiene una mesa de algarrobo que debajo de la tabla tiene escrito con liquid paper “Paula, 14/6/1999” con letra rudimentaria.  Cada tanto, cuando voy a su casa, me asomo por abajo para ver si todavía está.