La abuela Carmen se sienta a tomar mate en el
balcón de su departamento en Playa Varese. Se acomoda en el BKF de lona naranja
y escucha la radio mientras mira con atención a la gente que pasea por la
costa. Cuando algo le llama su atención, lo dice en voz alta. Llaman su
atención los distintos tipos de perros que la gente pasea y si combinan con sus
dueños. Dice que no todos son para cualquiera, que cada uno tiene que saber qué
es lo que queda bien con uno, para no confundir a la gente. “Ese, por ejemplo,
mirá lo pretencioso, alguien le tiene que avisar”. Mi madre sale a mirar y la
abuela lo señala. La abuela tiene un perro llamado Pelé. Le pusieron así porque
con mi abuelo eran fanáticos de Brasil, todos los veranos vacacionaban en
Florianópolis y volvían ultrabonceados y elásticos. En uno de esos viajes
compraron este perro, un doberman pincher, que es como un doberman pigmeo, del
tamaño de una botella.
Cuando empieza a hacer un poco de frío la
abuela se levanta, va a la cocina y prepara la comida de Pelé, zapallo con
carne picada. Después se sirve Gancia en un vasito y vuelve al living. Al día
siguiente nuestros padres se van de viaje y a la abuela le toca cuidar de
nosotros (mi hermano Tomás y yo).
En esos días con Tomás miramos la televisión,
jugamos tirados en la alfombra. La abuela nos muestra hojas viejas en las que
practicaba caligrafía cuando era joven y nos pone unas hojas para que lo
intentemos. En un portarretratos están ella y mi abuelo, cuando todavía estaba
vivo, ella tiene una bikini azul de bordes blancos, no tiene nada de tetas, y
un pareo le rodea la cintura. El abuelo Darío también tenía una figura
espectacular y en esta foto tiene una zunga roja. Ambos brillan al sol de una
playa brasilera y abajo hay un letrero con pescaditos azules que dice “Buzios”.
Cuando ella me ve mirar las fotos, señala una en que aparece junto a su hermana
Tati, me cuenta que Tati siempre tuvo los dientes torcidos pero que eso no le
impidió conseguir novio porque era muy carismática. Compensaba.
Reviso los cajones y encuentro más fotos. Me
guardo dos: en la primera, la abuela aparece al fondo del cumpleaños de Tomi,
en el centro de la foto los nenes quedaron estáticos mientras corrían, y por
atrás pasa ella vestida de cuero negro. Botitas, pantalón y campera. Lo único
que no es de cuero parece ser el sweater. También tiene anteojos negros puestos
como vincha y el pelo bastante gris atado con un gancho. La otra foto es de una
fiesta de disfraces: mamá está disfrazada de varón; papá, de odalisca; mi tía,
de palmera; mi primo se disfrazó de robot y la abuela Carmen, de puta. Al lado de
ella está el abuelo Darío disfrazado de abuela.
Un día nos pusimos inquietos y la abuela nos
sacó a pasear. Hace mucho frío, caminamos por la costa con camperas infladas. Cuando
pasamos por Manolo pedimos churros pero ella dice que mejor tomamos algo en la
confitería La Boston que sirven unas cosas riquísimas. Cuando llegamos, vemos
que hay muchas tortas expuestas en el mostrador, algunas ya partidas y otras
enteras, en esas el interior es una sorpresa. Tomi se queda embobado mirando
una de tres pisos, de chocolate y crema, y pide dos porciones. La abuela se ríe
y le dice al chico que las sirve: “si el nene explota no es mi culpa, lo juntan
ustedes”.
Cuando volvemos al departamento, la abuela se
va a bañar y Tomi me llama desde la cocina. Me dice que mire, agarra la correa
del pigmeo Pelé, lo levanta y gira en su propio eje haciendo volar al perro en
círculos. Cuando se detiene y afloja la correa, Pelé camina borracho. Lo hace
dos veces más y cuando escuchamos que la abuela abre la puerta del baño salimos
corriendo a nuestros puestos en el sillón. Ella dice que hoy no se cena, y que
le parece que mamá nos sobrealimenta. Cuando nos vamos a dormir, Tomi se asoma
desde arriba de la cucheta y me pregunta cuántas vueltas será necesario darle a
Pelé para que se parezca a esos borrachos que no se pueden levantar.
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